lunes, 14 de julio de 2008

Con ustedes Bartolin

Querido lector, retomo desde este blog las historias de Bartolín, algún día postearé lo que he escrito anteriormente sobre él. Como dice Todd Solondz por boca de Matthew Faber: Nadie cambia nunca, creen que cambian pero no ... En esencia siempre seras las misma persona, hagas lo que hagas, no tienes elección. Bartolín es esa esencia, no tiene edad, ni un aspecto determinado, sólo se mimetiza en un ser arquetípico según el momento y el lugar.


Aquella noche de jueves no era especial, Bartolín, como cada semana cumplía una vez más con su ritual. Desde que había pasado la cincuentena, y nadie podría explicar muy bien el porqué de esto: había empezado a bajar los cascos de litronas que consumía el resto de la semana, al contenedor que se ubicaba a dos calles de su casa.

Lo que hacia especial esto es que lo hacía a las 5 de la mañana y ataviado únicamente con un albornoz descolorido y deshilachado, que en tiempos fue rosa palo, y si usted querido lector sabe que tipo de color es el rosa palo, y no es una mujer debería empezarse a preocupar de no acabar como nuestro Bartolín.

Cuando hacía esto no bajaba en ascensor, descendía a pie, poco a poco, escalón a escalón, los 3 pisos de su casa procurando que, a cada paso, las botellas tintinearan chocando entre ellas dentro una bolsa de Lidl, que también formaba parte del ritual: nunca compraba en una tienda así, pero buscaba por los suelos, cerca de los restos de algún botellón, o en las papeleras hasta encontrar una bolsa así en un estado suficientemente bueno para aguantar el peso de su carga.

Una vez que salía a la calle, cerraba el portal con violencia, para provocar más ruido a su paso y, en las noches de verano, con las ventanas abiertas, había conseguido ver la luz en la habitación de algún vecino al que había despertado. Luego se dirigía muy lentamente hacia el contenedor y metía una a una las tres o cuatro botellas asegurándose que se rompían al chocar con el resto de cristales.





Esa noche algo le hizo reír al salir de casa, recordó que esa misma tarde, yendo en el autobús se le sentó delante un joven de los que llevaba la música en el móvil, sin cascos, compartiendo con todos su increíble buen gusto musical, y dejando ver a todo el mundo, lo terriblemente molón que era. Era español, no llegaría a los 18, y llevaba el pelo peinado como un erizo, es decir, a trocitos engominados a modo de púa.

Bartolín
no abrió la boca, simplemente le tocó el pelo con una mano y cuando el niñato se dió la vuelta para ver que pasaba, le agarró fuertemente el hombro con su otra mano. El chaval al ver a sus espalda un hombre de edad avanzada y corpulento, o más bien gordo, para que engañarnos, guiñándole el ojo, había bajado atemorizado en la siguiente parada.

Ya de vuelta del contenedor, tas quemar la bolsa con una cerila, volvió a ver que en aquella casa semiderruida cercana a la suya, estaban las misma bragas blancas de siempre. Allí vivía una anciana, desaliñada, pobre y con dificultades para moverse, pero que día tras día colgaba de la cuerda unas bragas enormes y blancas, para que las vecinos del barrio pudieran comprobar que era muy limpia y que cada día se cambiaba de bragas y las lavaba blanquísimas, como una nube de primavera. La anciana, parecía no querer asumir, que por muy poco que la gente se fijara, se daría cuenta de que siempre se trataba de la misma braga.

1 comentario:

W dijo...

Creo que yo podría distinguir el rosa palo del rosa chicle. Y además pienso que los hombres nunca deberían vestir de rosa, aunque esto no incluye los albornoces, claro.

Estas cosas no son buenas para mi espíritu, dan ganas de hacer como él.